La aplicación del concepto romántico al planeamiento urbano ganó el favor de los promotores de las comunidades suburbanas en la Norteamérica decimonónica después de que sus postulados hubiesen triunfado, en lo que a espacios públicos se refiere, en el diseño de cementerios y parques. Curiosamente, los primeros influyeron tanto al movimiento que propugnaba el emplazamiento de parques en las ciudades, como en su propia morfología.
En lo que respecta a los cementerios, el telón de fondo ideológico de su configuración estaba definido, por una parte, por la concepción protestante de la muerte. Este diseño, en sus aspectos formales, estuvo íntimamente relacionado con el cementerio rural inglés, reconvertido en el nuevo continente en cementerio urbano. Reconversión que se llevó a cabo sin que éste perdiera su esencia, puesto que su ordenación intentaba recrear al máximo el espectáculo de la naturaleza considerada en su doble acepción, estética y moral; mayúsculo exponente de la belleza y redentora del alma de sus espectadores. Por otra parte, es importante destacar que los cementerios fueron adoptando la función de lugar de solaz y de paseo para los habitantes de las ciudades norteamericanas que, en el siglo XIX, ya empezaban a tener dimensiones considerables y se encontraban faltas de zonas verdes.
En la mayoría de las ciudades importantes de los Estados Unidos, los cementerios de estilo rural representaron un primer paso antes de la implantación de grandes parques urbanos, y sirvieron de acicate a la progresiva percepción de la necesidad de tales equipamientos. De hecho, ya existían en Europa “cementerios jardín” de características parecidas, como el del Père-Lachaise de París, aunque en el modelo de necrópolis rural desarrollado en Norteamérica se daba la primacía a la obra de la naturaleza por encima de la del hombre y se tenía un especial respeto a la topografía existente. Existía una clara intencionalidad de producir sensaciones al espectador. Veamos cómo lo describía Simri Rose, el diseñador de un camposanto de estas características:
«The river, murmuring over its rocky bed, wheeling around immovable cliffs of granite and flint, rolling, on and forever, like the tide of human life, to mingle in the unfathomed and undefined abyss of eternity, imparts an instructive lesson, while the beauties of the scene disarm death of half its terrors».
El primero de estos cementerios fue el de Mont Auburn —en Cambridge, Massachussets— abierto en 1831, al que siguieron el de Laurel Hill, en Philadelphia —inaugurado en 1836— y el de Greenwood, en Nueva York (1838) y los más tardíos de Mont-Royal (1852) y de Notre-Dame-des-Neiges (1855), en Montreal. Estos cementerios de corte romántico o paisajista se convirtieron rápidamente en lugares turísticos que salían en algunas guías catalogados como “parques a visitar”. En ellos se realizaban actividades de lo más profano que iban desde el picnic hasta la caza y su éxito como lugares de ocio denotaba la necesidad de parques en el seno de las ciudades.
Los higienistas, muy marcados por las ideas ambientalistas, estaban convencidos de la importante influencia del medio sobre la salud de los individuos y, en consecuencia, sobre sus condiciones de vida en las ciudades, tanto en el plano físico, como en el moral. El contacto con la naturaleza tendría, pues, virtudes moralizadoras e higiénicas. Se creía, incluso, que podía servir de panacea para problemas sociales como la delincuencia, el alcoholismo y la insalubridad del entorno urbano. Por esta razón, hacia mediados del ochocientos, la necesidad de parques en las ciudades norteamericanas se empezó a hacer, si cabe, más perentoria.
Numerosas voces clamaban por la creación de estos equipamientos en las cada vez más pobladas urbes que recibían cantidades ingentes de inmigrantes europeos. En el Nueva York de la década de los cuarenta los esfuerzos de personajes como el escritor y editor William Cullen Bryant o Andrew Jackson Downing indujeron el estado de opinión necesario para que la instalación de un gran parque en la ciudad fuera un tema del más alto interés político. Por ello, hacia 1851 se discutió el emplazamiento y, a finales de 1853, se empezó la adquisición de los terrenos de lo que ahora es Central Park. Frederick Law Olmsted ganó el concurso para el diseño del parque, siendo esta intervención la primera de las muchas que realizaría en otras ciudades norteamericanas, incluida la del parque del Mont-Royal (figura 3), en Montreal, inaugurado definitivamente en 1876.
«The value of this city property is to depend on the degree in which it shall be adapted to attract citizens to obtain needful exercise and cheerful mental occupation in the open air, with the result of better health and fitness in all respects for the trials and duties of life; with the result also, necessarily, of greater earning and tax-paying capacities, so that in the end the investment will be, in this respect, a commercially profitable one to the city…»
El parque devolvería salud a la corrupción de los cuerpos y los espíritus de los ciudadanos embrutecidos por la promiscuidad de las malsanas habitaciones y la relajación de las costumbres. Al mismo tiempo los convertiría en individuos con mayores beneficios económicos y felices pagadores de impuestos, puesto que podrían afrontar el trabajo con más ganas, después del catártico paso por el remedo de naturaleza que representaba el parque. Se nota que Olmsted tenía tomado el pulso a sus clientes. Todos sabemos que el planteamiento no era nuevo, se trataba solamente de una reformulación desde el gremio de los paisajistas.
Extracto de BONASTRA, Quim. Romanticismo y naturaleza en la prevención de las epidemias en América del Norte. El modelo paisajista de lazareto y su implantación en Canadá. Scripta Nova. Revista Electrónica de Geografía y Ciencias sociales, 2007, vol. XI, núm. 250 <http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-250.htm>