A través de las utopías

«La nuestra es época de concesiones, de medidas a medias, del mal menor. Los visionarios son objeto de mofa o de desprecio, y los “hombres prácticos” rigen nuestras vidas. Ya no buscamos soluciones radicales, sino meras reformas, a los males de la sociedad; ya no tratamos de eliminar la guerra, sino de evitarla durante algunos años; ya no tratamos de eliminar el delito, sino que nos contentamos con reformas judiciales; ya no tratamos de extirpar el hambre crónica, sino de crear instituciones mundiales de caridad. En una época en que el hombre están tan preocupado por lo práctico lo pasible de realización inmediata, constituiría saludable ejercicio volver la mirada hacia quienes soñaron utopía y rechazaron todo lo que no satisficiera su ideal de perfección.

Leyendo la descripción de esas ciudades y de esas repúblicas ideales, más de una vez nos sentiremos humildes, pues comprenderemos la modestia de nuestra exigencia, la pobreza de nuestra visión. Zenón Postulaba el internacionalismo, Platón reconocía la igualdad entre los sexos, Thomas More percibió claramente la relación entre la miseria y el delito, cosa que aún hoy es negada por muchos. A principios del siglo XVII, Campanella puso una jornada laboral de cuatro horas, y el erudito alemán Andreae habló del trabajo atrayente, formulando asimismo un sistema educativo que podría servir de modelo en la actualidad.

Veremos que se condena la propiedad privada, que se considera inmoral o irracional la existencia del dinero y del salariado, que la solidaridad humana se admite como hecho obvio. Todas estas teorías, tan audaces a nuestros ojos, fueron expuestas con una confianza indicativa de que, aunque no gozaran de general aceptación, se la comprendía rápidamente. A fines del siglo XVII, y a todo lo largo del XVIII, encontramos conceptos aún más osados y sorprendentes en el tocante a la familia, las relaciones sexuales, la Naturaleza del gobierno y la ley. Acostumbrados, como lo estamos, a pesar que los movimientos progresistas nacen con el siglo XIX, nos asombrará comprobar que precisamente entonces comienza la decadencia del pensamiento utópico. De ahí en adelante las utopías empiezan a volverse tímidas: a menudo se juzgan necesario el dinero y la propiedad privada; los hombres pueden darse por felices si trabajan ocho horas; la mujer queda bajo la tutela del marido y el niño bajo la del padre. Pero antes de que la contaminara el espíritu “realista” de nuestro tiempo, las utopías florecieron con una riqueza y variedad que bien puede hacerse flaquear nuestra convicción de haber alcanzado cierto progreso social.

Ello no significa que todas hayan sido revolucionarias: la mayoría lo han sido, pero pocas integralmente. Los escritos utópicos fueron revolucionarios por haber proclamado la comunidad de bienes en un época en que la propiedad privada se miraba como cosa sagrada; por haber sostenido el derecho de todo hombre a su pan en tiempos en que se ahorcaba a mendigos; por haber postulado la igualdad entre las mujeres cuando a éstas apenas si se las consideraba un poco superiores a los esclavos; por haber exaltado la dignidad del trabajo manual cuando se veía en él algo degradante; por haber afirmado el derecho de todos los niños a un infancia feliz y a una educación esmerada cuando ésta estaba restringida a los hijos de los nobles y de los ricos. Todo ello contribuyó a hacer de la palabra “utopía” sinónimo de sociedad dichosa y deseable. La utopía, en este sentido, representaba la aspiración humana a la felicidad, su secreto anhelo la Edad de Oro, o, para otros, la añoranza de su Paraíso perdido.

Pero este sueño a menudo tuvo sus manchas de sombra. Había esclavos en La República de Platón; había matanzas de ilotas en la Esparta de Licurgo; y las guerras, ejecuciones, la disciplina rígida, la intolerancia religiosa aparecen junto a las instituciones más esclarecidas. Estos aspectos, que frecuentemente pasan por alto los apologistas de las utopías, derivan de la concepción autoritaria en que se basaban muchas de ellas, y están ausentes en las que tienen como objetivo la libertad integral.

Dos tendencias principales se manifiestan en el pensamiento utópico a través de los siglos. Uno busca la felicidad humana mediante el bienestar material, la inmersión del individuo en el grupo y la grandeza del Estado. La otra, aunque exigiendo también cierta medida de bienestar material, entiende que la felicidad es el resultado de la libre expresión de la personalidad, y que está no debe ser sacrificada a un código moral arbitrario ni a los intereses del Estado. Ambas corrientes responden a diferentes concepciones del progreso. Para los utopistas autoritarios, éste se mide, como para Herbert Read:

...por el grado de diferenciación existente en el seno de la sociedad. Si el    individuo es una unidad dentro de la masa social, su vida no sólo se embrutece y abrevia, sino que también tornase opaca y mecánica. Si el individuo es una      unidad en sí, con espacio y potencialidad para la acción propia, puede que esté más sujeto azares y accidentes, pero por lo menos está en condiciones de        expandirse y expresarse. Puede desarrollarse -desarrollarse en el único sentido real de la palabra- en conciencia de su fuerza, vitalidad y alegría.

Pero como también señala Herbert Read, ésta no ha sido siempre la definición del progreso:

Mucha gente encuentra la seguridad en los números, la dicha en el anonimato y ladignidad en la rutina. Sólo piden ser ovejas bajo el mando del pastor, soldado  bajo el mando de un capitán, esclavos bajo el mando de un tirano. Los pocos que han de expandir su personalidad se convierten en los pastores, los capitanes,   los líderes de estos voluntarios secuaces.

Las utopías autoritarias procuran dar al pueblo pastores, capitanes y tiranos, sea con el nombre de guardianes, filarcas o samurais.

Estas utopías eran progresistas en la medida que deseaban abolir las desigualdades económicas, pero reemplazaban la vieja esclavitud económica por una nueva: los hombres dejaban de ser siervos de sus amos o empleadores para convertirse en esclavos de la Nación y del Estado. El poder estatal se basa a veces en el poder moral y militar, como en La República, de Platón, o en la religión, como en la Christianapolis, de Andreae, o en la propiedad de los medios de producción y distribución, como en la mayor parte de las utopías del siglo XIX. Pero el resultado es siempre el mismo: el individuo es obligado a obedecer un código de leyes o de conducta moral artificialmente creado para él.

La contradicción inherente a la mayoría de las utopías proceden de un enfoque autoritario. Los constructores de repúblicas ideales querían dar la libertad al pueblo, más la libertad dada deja de ser libertad. Diderot fue uno de los pocos escritores utópicos que se negaron a sí mismo el derecho de decretar que “cada uno haga lo que quiera”; pero la generalidad de ellos estaban decididos a erigirse en amos de sus sociedades imaginarias. Mientras dicen dar la libertad, formulan un detallado plan que ha de ser obedecido estrictamente. Son los legisladores, los reyes, los magistrados, los sacerdotes, los presidentes de las asambleas nacionales de sus utopías; y sin embargo, después de haber decretado y codificado, después de haber ordenado matrimonios, encarcelaciones y ejecuciones, proclaman que el pueblo es libre de hacer lo que se le antoje. Es evidente que Campanella se veía como el Gran Metafísico, de su Ciudad del Sol, Bacon como el padre de su Casa de Salomón y Cabet como el legislador de Icaria. Cuando tienen el ingenio de Thomas More son capaces de expresar con mucha gracia su secreto anhelo “No se imaginan -escribía More a su amigo Erasmo- cuánto he aumentado mi estatura y cuán alta llevo la cabeza; pues constantemente me figuro en el papel del soberano de Utopía; y tanto, que me veo entre un séquito de amarrotes, vestido con el hábito franciscano, ceñida mis sienes la corona de espigas y en la mano, a guisa de cetro, un haz también de espigas”. A veces son los extraños quienes deben mostrar al soñador la incongruencia de sus sueño, como cuando González, en La Tempestad, describe a sus compañeros la sociedad ideal que desearía fundar en la isla:

González: en mi república todo sería al revés de lo que existe. No admitiría    comercio alguno, ninguna dignidad ni magistratura. No se conocerían las letras; nada de servidores, de pobreza ni de riqueza; nada de límites entre los         cultivos. No habría dinero, trigo, vino ni aceite. No más trabajo: nada harían  hombres ni mujeres, y éstas serían castas y puras. Nada de soberanía...

Sebastián: Y, sin embargo, él sería el rey.

Antonio: El fin de su república olvida su principio.

Otra contradicción de las utopías autoritarias consiste en afirmar que sus leyes siguen el orden de la Naturaleza, cuando en realidad esos códigos han sido artificialmente instituidos. Los escritores utópicos, en vez de tratar de descubrir las leyes de la Naturaleza, prefirieron inventarlas, o bien las descubrieron en los “archivos de la sabiduría antigua”. Para algunos como Mably o Morelli, el código de la Naturaleza era el de Esparta, y en vez de fundar sus utopías sobre las sociedades vivientes o sobre los hombres tal como los conocían, las erigieron entre sobre concepciones abstractas. De ahí la atmósfera artificial predominante en casi todas las visiones utópicas: los hombres son en ellas criaturas uniformes, con idénticas necesidades y reacciones, carentes de emociones y pasiones, pues éstas serían la expresión de la individualidad. Tal uniformidad se refleja en todos los aspectos de la vida utópica, desde la ropa a los horarios, desde la conducta moral a los intereses intelectuales. Como expresó H. G. Wellls, “en casi todas las utopías -con la excepción, quizá, de Noticias de Ninguna Parte, de William Morris- vemos edificios bellos pero sin carácter, campos simétrica y perfectamente cultivados, y una multitud de gente sana, feliz, hermosamente ataviada, pero sin ningún rasgo distintivo. Muy a menudo la perspectiva recuerda esos grandes cuadros de coronaciones, bodas reales, sesiones parlamentarias, conferencias y reuniones de la época victoriana, en los que cada figura, a modo de rostro, tiene un óvalo con su número escrito en caracteres claramente legibles”.

El contorno geográfico de la utopía es igualmente artificial. A la nación uniformada debe corresponder una campiña o una ciudad uniforme. El amor autoritario por la simetría lleva a los utopistas a suprimir ríos y montañas, y hasta imaginar islas perfectamente redondas y ríos perfectamente rectos. Dice Lewis Mumford:

En la utopía del Estado nacional no hay regiones naturales; y el también naturalagrupamiento de los hombres en pueblos, aldeas y ciudades, que, como dice 
Aristóteles, configura tal vez la principal distinción entre el hombre y los 
demás animales, sólo se tolera merced a la ficción de que el Estado cede a esos grupos una porción de su autoridad omnipotente -o “soberanía”, como suele 
llamársela- y les permite practicar una vida colectiva. Por desgracia para este hermoso mito, las ciudades existieron mucho antes que los Estado -hubo en Roma  las orillas del Tíber mucho antes de haber un Imperio Romano- y la graciosa 
concesión del Estado no es más que renuente sanción del hecho consumado...

En vez de reconocer las regiones naturales y los agrupamientos humanos naturales, la utopía del nacionalismo, con el teodolito del agrimensor, fija los límites de una región denominada territorio nacional y convierte a los habitantes de dicho territorio en un grupo único e indivisible: la nación, a la que se supone superior a todos los otros grupos en derechos y potestades. Ésta es la única formación reconocida oficialmente dentro de la utopía nacional. Se considera que lo común a todos los habitantes de tal territorio reviste mucha mayor importancia que cualquiera de las cosas que unen a los hombres en los grupos cívicos e industriales particulares.

Esta uniformidad se mantiene por obra de un fuerte Estado nacional. En utopía la propiedad privada es abolida, no simplemente con objeto de eliminar su influencia corruptora o establecer la igualdad entre los ciudadanos, sino porque representa un peligro para la unidad del Estado. La actitud hacia la familia también está determinada por el deseo de mantener un Estado unificado. Muchas utopías siguen la tradición platónica y eliminan la familia, mientras que las inspiradas en Thomas More abogan por la familia patriarcal, el matrimonio monógamo y la educación de los niños en el seno del hogar. Un tercer grupo logra un término medio conservando la tradición familiar pero confiando al Estado la educación de los niños.

La razón de que las utopías quieran destruir la familia es la misma por la cual quieren abolir la propiedad. Se juzga que la familia estimula los instintos egoístas y que, en consecuencia, ejerce una influencia desintegradota sobre la sociedad. Por otro lado, los partidarios de la familia ven en ella la base de un Estado sólido, la célula indispensable, el campo adiestrado de las virtudes de obediencia y de lealtad requeridas por aquél. Creen, con razón, que la familia autoritaria, lejos de inculcar a los niños peligrosas tendencias individualistas, los acostumbra a respetar la autoridad del padre; más tarde obedecerán las órdenes de los jefes.

Un Estado fuerte necesita una clase o casta de gobernante con poder sobre el resto de la sociedad; y aunque los constructores de repúblicas ideales velan por que la propiedad no corrompa ni desuna a dicha clase gobernante, casi nunca advierte el peligro de que el amor al poder produzca en ella idénticos efectos y al propio tiempo la llave a oprimir al pueblo. Platón fue el principal culpable a este respecto: ponía en manos de sus guardianes todo el poder de la ciudad; y Plutarco, pese a comprender los abusos que podían cometer los espartanos, no ofrecía remedio para evitarlos. Thomas More propuso una concepción nueva: la de que el Estado representaba a todos los ciudadanos, excepto una pequeña minoría de esclavos. Su régimen era lo que llamaríamos democrático; es decir, que los representantes del pueblo ejercían el poder. Pero el poder de tales representantes consistía en aplicar las leyes más que en elaborarlas, ya que las principales habían sido dadas al país por un legislador. El Estado, en consecuencia, administraba un código que la sociedad no había hecho. Además, dada la Naturaleza centralizada del Estado, las leyes son las mismas para todos los ciudadanos y para todos los sectores de la sociedad, y no toman en cuenta los variables factores personales. Por ello algunos utopistas, como Gerrad Winstanley, se oponían a que la colectividad delegara los poderes en un organismo central, temiendo que aquélla perdiese así su libertad, y deseaban que conservara su gobierno autónomo. Gabriel de Foigny y Diderot fueron aún más lejos, eliminando por completo el gobierno.

La existencia del Estado ha menester, asimismo, de dos códigos de conducta moral, pues aquél no sólo divide al pueblo en dos clases, sino también a la humanidad en naciones. La lealtad al Estado con frecuencia exige la negación de los sentimientos de solidaridad y ayuda mutua que espontáneamente se dan entre los hombres. El Estado impone determinado código para el gobierno de las relaciones. De las relaciones de los ciudadanos entre sí y otro para el gobierno de las relaciones de los ciudadanos con los esclavos o los “bárbaros”. Todo lo que está prohibido hacer entre iguales está permitido hacerlo a los seres tenidos por inferiores. El ciudadano de Utopía es gentil y cortés con sus pares, pero cruel con sus esclavos; ama la paz dentro de su patria, pero desata las guerras más despiadadas fuera de las fronteras. Todos los utopistas que siguen la huella de Platón admiten esta dualidad en el hombre. Que tal dualidad existe en el seno de la sociedad que conocemos, es cosa indudable; pero resulta curioso que no se la haya eliminado en una “sociedad perfecta”. La idea universalista de Zenón, que en su República proclama la fraternidad entre los hombres de todas las naciones, ha sido adoptada por muy poco escritores utópicos. La mayoría de ellos aceptan la guerra como parte inevitable de sus sistemas; y, en verdad, así tiene que ser, pues la existencia de un Estado nacional siempre origina guerras.

El Estado utópico autoritario no tolera ninguna personalidad lo bastante fuerte como para concebir la posibilidad de un cambio o de una rebelión. El Estado utópico es esencialmente estático y no permite a sus súbditos luchar por una utopía mejor, ni imaginársela siquiera.

Tal aniquilación de la personalidad a menudo cobra un carácter verdaderamente totalitario. Es el legislador o el gobierno quien traza el plano de las ciudades; y este plano, aunque se prepara de acuerdo con los principios más racionales y los mejores conocimientos técnicos, no es expresión orgánica de la colectividad. Una casa, al igual que una ciudad, puede construirse con materiales inanimados, pero debe encarnar el espíritu de quienes la edifican. De la misma manera, los uniformes utópicos podrán se más cómodos y vistosos que la ropa corriente, pero no permiten la expresión de la individualidad de quienes los visten.

El Estado utópico se muestra aún más feroz en la supresión de la personalidad del artista. El poeta, pintor, el escultor deben convertirse en servidores y agentes de propaganda del Estado. Se les prohíbe la expresión individual tanto en lo estético como en lo moral, pero el verdadero objetivo de ello es anular toda manifestación de libertad. La mayoría de las utopías fracasarían en la “prueba del arte” sugerida por Herbert Read:

Platón, como recuerda con frecuencia y complacencia excesivas, expulsaba al 
poeta de su República. Más esa República era un engañoso modelo de perfección. 
Podría ser realizado por algún dictador, pero sólo podría funcionar como una 
máquina: mecánicamente. Y si las máquinas funcionan mecánicamente es porque 
están hechas con materia inorgánica, muerta. Para señalar la diferencia entre 
una sociedad  orgánica y progresiva y un régimen estático y totalitario, basta 
una palabra: arte. Sólo con la condición de que se permita al artista obrar 
libremente, puede la sociedad encarnar esos ideales de libertad y desarrollo 
intelectual que a mucho nos parecen la única justificación de la vida.

Las utopías triunfantes de esta prueba son las que oponen a la concepción del Estado centralizado la de una federación de comunidades libres, donde el individuo puede expresar su personalidad sin someterse a la censura de un código artificial; donde la libertad no sea una palabra abstracta, sino que se manifieste concretamente en el trabajo, sea éste el del pintor o el del albañil. Tales utopías no prestan atención a la obra muerta de la organización social, sino a los ideales sobre los cuales puede construirse una sociedad nueva. Las utopías antiautoritarias son menos frecuentes y ejercieron menos influencia que las otras, porque no intentaban presentar un plan prefabricado, sino ideas audaces y heterodoxas; porque exigían de cada hombre que fuese “único” y no uno entre muchos.

Cuando la utopía propone un nivel sin hacer de él un plan -esto es, una máquina muerta aplicada a la materia viviente-, se convierte a la realización del progreso».

Marie Louise Berberi. Viaje a través de la utopía. 1950

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