Estética radicante

«Sin confundir arraigo identitario (que distingue entre «nosotros» y «los otros» al exaltar la tierra o la filiación) y la radicalidad moderna (que implica a la humanidad entera en un fantasma de reinicio), hay que rendirse a la evidencia de que tanto el uno como el otro no imaginan a un sujeto individual o colectivo sin anclaje, sin punto fijo, sin amarras. Nadando, como lo hizo toda su vida el autor de las «Esculturas de viaje».

Sin embargo, el inmigrado, el exiliado, el turista, el errante urbano son las figuras dominantes de la cultura contemporánea. Para seguir con un léxico vegetal, el individuo de este principio del siglo XXI evoca plantas que no remiten a una raíz única para crecer sino que crecen hacia todas las direcciones en las superficies que se les presentan, y donde se agarran con múltiples botones, como la hiedra. Esta pertenece a la familia botánica de los radicantes, cuyas raíces crecen según su avance, contrariamente a los radicales cuya evolución viene determinada por su arraigamento en el suelo. El tallo de la grama es radicante, como lo son los serpollos de las fresas: hacen crecer raíces secundarias al lado de la principal. El radicante se desarrolla en función del suelo que lo recibe, sigue sus circunvoluciones, se adapta a su superficie y a sus componentes geológicos: se traduce en los términos del espacio en que se encuentra. Por su significado a la vez dinámico y dialógico, el adjetivo radicante califica a ese sujeto contemporáneo atormentado entre la necesidad de un vínculo con su entorno y las fuerzas del desarraigo, entre la globalización y la singularidad, entre la identidad y el aprendizaje del Otro. Define al sujeto como un objeto de negociaciones.

El arte contemporáneo provee nuevos modelos a este individuo en perpetuo desarraigo, porque constituye un laboratorio de las identidades: de este modo, los artistas de hoy expresan menos la tradición de la que provienen que el recorrido que hacen entre aquella y los diversos contextos que atraviesan, realizando actos de traducción. Ahí donde el modernismo procedía por sustracción con el objetivo de desenterrar la raíz-principio, el artista contemporáneo procede por selección, agregados, y luego multiplicaciones: él o ella no buscan un estado ideal del Yo, del arte o de la sociedad, sino que organizan los signos para multiplicar une identidad por otra. De este modo Mike Kelley tanto puede tratar de sus orígenes irlandeses lejanos en una instalación como reconstituir un monumento chino situado cerca de su casa en Los Angeles. El radicante puede sin daño separarse de sus raíces primeras, volver a aclimatarse: no existe un origen único, sino arraigamientos sucesivos, simultáneos o cruzados. Cuando el artista radical quería volver a un lugar originario, el radicante se pone en camino, y sin disponer de ningún espacio adonde volver, no existe en su universo ni origen, ni fin, excepto los que decida fijarse para sí mismo. Se puede llevar consigo fragmentos de identidad, a condición de que se los transplante en otros suelos y que se acepte su permanente metamorfosis -especie de metempsicosis voluntaria, al preferir a cualquier encarnación el juego de panoplias sucesivas y refugios precarios. Por lo tanto los contactos con el suelo se van reduciendo ya que se los elige en vez de sufrirlos: uno horada la tierra de un campamento, otro se queda en la superficie del habitat, poco importa. Lo que cuenta ahora es la facultad de aclimatación a contextos diversos y los productos (las ideas, las formas) que generan estas aculturaciones temporales.

A partir de una realidad sociológica e histórica -la de la era de los flujos migratorios, del nomadismo planetario, de la mundialización de los flujos financieros y comerciales- un nuevo estilo de vida y de pensamiento se perfila, que permite vivir plemamente dicha realidad en vez de soportarla o resistirse a ella por inercia. ¿El capitalismo global parece haber confiscado los flujos, la velocidad, el nomadismo? Seamos más móviles aún. ¿Dejarnos llevar, a la fuerza, a saludar el estancamiento como un ideal?, ¡eso ni soñarlo! ¿La flexibilidad domina el imaginario mundial? Inventémosle nuevas significaciones, inoculemos la larga duración y la lentitud extrema en el centro mismo de la velocidad en vez de oponerle posturas rígidas o nostálgicas. La fuerza de este estilo de pensamiento emergente consiste en protocolos de puesta en marcha: se trata de elaborar un pensamiento nómada, que se organice en términos de circuitos y experimentaciones y no en términos de instalación permanente, de perpetuación, de construcción. A la precarización de nuestra experiencia, opongamos un pensamiento decididamente precario, que se inserte e inocule en las redes mismas que nos ahogan. El temor a la movilidad, el pavor que se apodera de la opinión ilustrada ante las simples palabras nomadismo o flexibilidad, recuerdan a los soldados anarquistas inventados por Alfred Jarry: cuando se les ordenaba que doblaran a la izquierda, doblaban a la derecha; en rebelión abierta contra el poder, le seguían obedeciendo… Estas nociones no son malas en sí, contrariamente al guión que se las apropia.

El artista radicante inventa recorridos entre los signos: como semionauta, pone las formas en movimiento, inventa a través de ellas y con ellas trayectos por los que se elabora como sujeto al mismo tiempo que constituye su corpus de obras. Recorta fragmentos de significación, recoge muestras; constituye herbarios de formas. Lo que hoy podría aparecer como extraño, es por el contrario el gesto de una vuelta al principio: la pintura, la escultura, ya no se conciben como entidades de las que uno se limitaría a explorar los componentes (a menos que se considere sólo segmentos de historia de estos «orígenes»). El arte radicante implica por lo tanto el fin del medium speciflc, el abandono de las exclusividades disciplinarias. La radicalidad modernista se había fijado como objetivo la muerte de la actividad artística como tal, su superación hacia un «fin del arte» imaginado como horizonte histórico en que el arte se disolvería en la vida cotidiana: la mítica «superación del arte». La radicantidad altermoderna no tiene nada que ver con tales figuras de disolución: su movimiento espontáneo consistiría más bien en transplantar el arte a territorios heterogéneos, en confrontarlo a todos los formatos disponibles. Nada le es más ajeno que un pensamiento disciplinario, que un pensamiento de la medium specificity -idea por lo demás sedentaria, que se reduce a cultivar su campo.

La traducción es, por esencia, un desplazamiento: hace que el sentido de un texto se mueva, de una forma lingüística a otra, y manifiesta estos temblores. Al transportar el objeto del que se apropia, sale al encuentro del Otro para presentarle algo ajeno bajo una forma familiar: te traigo lo que fue dicho en otro idioma que el tuyo… Lo radicante se presenta como un pensamiento de la traducción: el arraigamiento precario implica entrar en contacto con un suelo que recibe, un territorio desconocido. Cada punto de contacto que forma la línea radicante representa por lo tanto un esfuerzo de traducción. Desde esta perspectiva, el arte no se define como una esencia que se trataría de perpetuar (bajo la forma de una categoría disciplinaria cerrada sobre sí misma) sino como una materia gaseosa susceptible de «llenar» las actividades humanas más diversas, antes de solidificarse nuevamente bajo la forma que constituye su visibilidad: la obra. El adjetivo «gaseoso» sólo puede espantar a quienes no perciben más que el régimen de visibilidad institucional del arte Igual que el término «inmaterial», sólo resulta peyorativo para quienes no saben ver.

A la historicidad del árbol, su verticalidad, su arraigo, Gilles Deleuze y Félix Guattari opusieron en su ensayo Mil mesetas la imagen del rizoma que se popularizó en los años noventa con la aparición de la red Internet -a la que aportó una metáfora ideal, por su estructura fluida y no-jerárquica, malla de significaciones conectadas las unas con las otras. «Cualquier punto de un rizoma puede ser conectado con cualquier otro y debe estarlo. Es muy diferente del árbol o de la raíz, que fijan un punto, un orden.» La radicalidad del árbol, la simultaneidad múltiple del rizoma: ¿cuál es la calidad específica del radicante respecto a estos otros modelos de crecimiento de lo vivo? Primero, contrariamente al rizoma que se define como una multiplicidad que, de entrada, deja de lado la cuestión del sujeto, lo radicante toma la forma de una trayectoria, de un recorrido, de una marcha efectuada por un sujeto singular. «Una multiplicidad -explican Deleuze y Guattari- no tiene ni sujeto ni objeto, sino únicamente determinaciones, magnitudes, dimensiones.» A la inversa, lo radicante implica un sujeto: pero este no se reduce a una identidad estable y cerrada sobre sí misma. Existe únicamente bajo la forma dinámica de su errancia y por los límites del circuito que delinea, y que son sus dos modos de visibilidad: en otros términos, es el movimiento lo que permite in fine la constitución de una identidad. En cambio, el concepto de rizoma implica la idea de una subjetivización por la captura, la conexión, la apertura hacia afuera: cuando la abeja fecunda la orquídea, se crea un nuevo territorio subjetivo por conexión, y este territorio excede tanto a lo animal como a lo vegetal.

 La figura del sujeto definida por lo radicante se parece a la que defiende el pensamiento queer, o sea una composición del Yo por imitaciones, citas y cercanías, por lo tanto un puro constructivismo. Lo radicante difiere así del rizoma por su insistencia en el itinerario, el recorrido, como relato dialogado, o intersubjetivo, entre el sujeto y las superficies que atraviesa, en que se arraiga para producir lo que se podría llamar una instalación: instalarse en una situación, un lugar, de manera precaria; y la identidad del sujeto no es sino el resultado provisional de esa acampada, en que se efectúan actos de traducción. Traducción de un recorrido sin el idioma local, traducción de sí en un medio, traducción en ambos sentidos. El sujeto radicante se presenta como una construcción, un montaje: dicho de otro modo, una obra, nacida de una negociación infinita.

Surge entonces una pregunta crucial: ¿podemos liberarnos realmente de nuestras raíces, o sea, acceder a una posición desde la que ya no dependeríamos de determinismos culturales, reflejos visuales y mentales del grupo social en que nacimos, de formas y de estilos de vida que quedan grabados en nuestra memoria? No es nada seguro. Los determinismos culturales dejan una huella profunda en nosotros, se viven o bien como una naturaleza de la que no nos podemos desprender, o bien como un conjunto de programas que tendríamos que realizar en una comunidad, como valores-signos que ponen un precio a nuestra singularidad. Pero ¿hay que olvidar de dónde se viene cuando se tiene la ambición de viajar? El pensamiento radicante no es una apología de la amnesia voluntaria, sino del relativismo, de la desadhesión y de la partida; ni la tradición, ni las culturas locales representan adversarios verdaderos, sino el encierro en esquemas culturales ready-made -cuando las costumbres se vuelven formas- y el arraigo, en cuanto este se constituye en retórica identitaria. No se trata de rechazar su herencia sino de aprender a dilapidarla, trazar la línea a lo largo de la cual será trasladado ese bagaje para diseminar e invertir su contenido. En términos estéticos, lo radicante implica de antemano una decisión nómada cuya característica principal sería la ocupación de estructuras existentes: aceptar ser el inquilino de las formas presentes, con el riesgo de modificarlas en menor o mayor medida. Lo que también puede significar el trazado de una errancia calculada, por la que un artista rechaza cualquier pertenencia a un espacio-tiempo fijo, y cualquier asignación a una familia estética identificable e irrevocable.

En todo caso, el sujeto de la globalización evoluciona en una época que favorece las diásporas individuales y elegidas, incita a la ¡migración voluntaria o forzada. Es la noción misma de espacio lo que se ve trastornado: en nuestro imaginario del habitat, la fijeza sedentaria ya sólo representa una opción entre otras. Anunciadores de esta metamorfosis, los artistas contemporáneos han entendido que se puede residir tanto dentro de un circuito como en medio de un espacio estable; que la identidad se construye tanto en movimiento como por impregnación; que la geografía es también y siempre una psicogeografía. Se puede vivir en un movimiento de ida y vuelta entre diferentes espacios: aeropuertos, coches o estaciones son las nuevas metáforas de la casa, lo mismo que la marcha o el desplazamiento en avión, nuevos modos de dibujo. El radicante es el habitante por excelencia de este imaginario de la precariedad espacial, perito en el desprendimiento de las pertenencias. Sin confundirse con ellas, responde de esta forma a las condiciones de vida provocadas directa o indirectamente por la globalización».

Nicolas Bourriaud. Radicante. Buenos Aires: Ariadna Hidalgo Editora, 2009, p. 56-64.

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